Porsche - Pas de deux

Pas de deux

El recinto de la fábrica de Porsche se convierte en un escenario monumental para bailarines. Alicia García Torronteras y Martí Fernández Paixà son alumnos de la Escuela de Ballet John Cranko de Stuttgart, una de las escuelas de ballet más famosas de todo el mundo. El nuevo edificio de esta forja de talentos ha sido patrocinado por Porsche con 10 millones de euros, un claro reconocimiento a la ciudad que lo alberga.

Nueve jovencitas de pie junto a la barra mientras la mujer al piano toca Franz Liszt. Alicia tensa y estira el cuerpo, que adquiere una impresionante presencia y queda liberado para adaptarse a formas y figuras que completa con facilidad y elegancia. Vera Potashkina, la profesora de Moscú, sigue todos los movimientos con total atención. Alicia mantiene la barbilla alta, el toque de arrogancia que se supone de antemano a todas las bailarinas de ballet clásico. Los cabellos recogidos en un moño apretado, lo que hace que sus ojos parezcan más grandes. Una mirada severa, crítica. Ahora sólo existen la música y su cuerpo, que está recibiendo los últimos retoques para el examen final. Ya no queda nada de la joven de 18 años amable y tímida que hace cinco minutos estaba narrando cómo llegó a Stuttgart, a la Escuela John Cranko, que ha de guiar sus pasos hacia los escenarios de todo el mundo.

«En la escuela se pueden hacer fotografías», dice la mujer al teléfono. «Preferiríamos fotografiarlos… en la fábrica». Risas al otro lado. «¿Es posible? Parece ser que va a estar bastante fresco. Y los necesitamos todo un día». «Claro que es posible. ¿Quizás puedan llevarles… en un Porsche?», pregunta la mujer. «Les recogemos a las ocho de la mañana en la Escuela». «Están muy ilusionados. ¿Qué tienen que llevar?» «El chico debe ir vestido todo de negro. Y Alicia toda de blanco».

Alicia García Torronteras es española, de Córdoba. De pequeña le encantaba el flamenco hasta que conoció la danza clásica. A los 14 años consiguió entrar en el Conservatorio de Madrid compitiendo en un examen con otras 30 candidatas. El deseo de convertir su vocación en su profesión le hizo plantearse en algún momento que debía salir al extranjero. ¿Pero a dónde? Había oído hablar de la Escuela John Cranko, ¿pero Stuttgart? Y se fue con sus padres a visitar esta ciudad alemana desconocida para ella. Hacía un poco de frío pero la escuela le fascinó y realizó el examen de ingreso. «De repente estaba rodeada de chicos y chicas que procedían de todo el mundo», recuerda Alicia con sus grandes ojos. «Japón, Estados Unidos, Italia, Brasil. Esa mezcla de idiomas era una locura». Dos años después obtuvo la confirmación de que no se había equivocado. Alicia fue contratada en la Compañía del famoso Ballet de Stuttgart y ya se la puede admirar en «Giselle» y «Krabat». El precio que tiene que pagar son ensayos, ensayos y ensayos, y a sus padres los ve como mucho dos veces al año. «Todos tenemos en común un poco de nostalgia», dice el director Tadeusz Matacz, «eso nos hace fuertes». Matacz había sido bailarín solista en Varsovia y Karlsruhe, donde más tarde también trabajó como maestro de ballet y coreógrafo. Desde 1999 dirige esta escuela, siendo responsable en la actualidad de la educación de jóvenes de 22 países. Lo sacrifican todo por la danza. «El dinero no nos importa», dice Matacz, «somos los últimos idealistas. Los bailarines nunca se quejan».

La tropa ocasiona un tumulto en el Museo Porsche: el fotógrafo con sus focos y los dos jóvenes vestidos con una indumentaria que no es precisamente la que aquí se espera ver. Alicia y Martí acaban de bailar arriba, en uno de los triángulos abiertos de la pared maestra. «¡Madre mía!», comenta Martí riéndose, «qué estrecho era allí arriba. No he podido alzar del todo a Alicia». «Un lugar muy interesante para bailar», considera Alicia, que se ha metido un momento en el Panamera para entrar en calor. El tutú calienta poco. «¿Y ahora qué hacemos?», pregunta Martí.

Hay que saber dominar esa fuerza. Dimitri Magitov sabe hacerlo. El profesor, alemán de origen ucraniano, es para sus jóvenes un domador desenvuelto pero consecuente. Vienen de Brasil, Chile, Italia, España y Suiza. La música de Beethoven llena la sala de ensayos, y un breve gesto de Magitov es suficiente para canalizar la fuerza por los conductos adecuados. Los jóvenes saltan alto, lejos, impresionan más que los atletas. Cuando han cogido impulso, a veces tienen que frenar en seco para no chocar contra la pared. Es sorprendente que, en el grupo de estas excepcionales promesas de la danza, Martí siga llamando un poco la atención. Él y el brasileño de su clase firmarán un contrato con la Compañía de Stuttgart. Como a Alicia, a Martí también se le puede ver en «Giselle» y «Krabat». Su lenguaje corporal revela que no está dispuesto a complicar las cosas. Dice: «Estoy aquí para bailar. Es lo que hago durante diez horas al día. Cuando no bailo, no hago nada».

Catalán de origen, Martí Fernández Paixà comenzó a bailar temprano, como sus dos hermanos. Primero hip hop y jazz dance, y luego, en una escuela privada, ballet clásico, que cada vez fue más central para él. Hace tres años participó en una importante competición en Berlín. Tadeusz Matacz estaba en el jurado y preguntó a Martí: «¿Quieres venir a Stuttgart?». Martí quedó sorprendido, se lo pensó un día y aceptó. Estos son para Matacz verdaderos momentos de éxito. El director ha conocido a muchos de los alumnos en competiciones por todo el mundo. Está muy solicitado como jurado y sale de viaje a menudo. Afirma: «Los bailarines con talento son muy escasos. En nuestra escuela no nos dedicamos a la producción en masa de bailarines mediocres. En lugar de ello competimos mundialmente con otras escuelas de renombre por los grandes talentos».

Una sesión de fotografía es algo excitante, también para los bailarines de ballet. Hay que acordar las figuras, los tiempos de espera, los posicionamientos. Alicia posa en los peldaños de una escalera, baila figuras con Martí. Durante toda la mañana lo mismo. «¡Haz un descanso, Alicia, bebe algo!» «¿Qué tengo que hacer?», pregunta Martí. «¿Ves esa pared inclinada?», pregunta Rafael, el fotógrafo. «¿Podrías… ?» Martí se ríe y hace un spagat pegado a la empinada pared. Es una locura el dominio que tiene de su cuerpo.

«Martí, cuidado con los brazos. Estira bien la espalda», advierte Tadeusz Matacz. Alicia se enfunda su anorak de plumas y contempla desde la distancia a su pareja de baile. «¿Has visto Cisne Negro?» Alicia sonríe indulgente. «Sí, es sólo una película, Hollywood, pero demasiado exagerada. No tiene nada que ver con la realidad del ballet».

En 1961 el surafricano John Cranko tomó las riendas del Ballet de Stuttgart y reunió a su alrededor a grandes bailarinas y bailarines como Márcia Haydée, Birgit Keil, Egon Madsen y Richard Cragun. Realizó sensacionales giras en EE.UU., Francia, Israel y la URSS, y fue el creador del mundialmente conocido «milagro del Ballet de Stuttgart». Paralelamente creó, conectado directamente a la compañía, un taller de formación para promesas de la danza. En 1971 se inauguró en el edificio de una antigua editorial de Stuttgart la primera escuela de ballet clásico de Alemania Occidental, con un programa que se extendía desde la formación básica hasta el título profesional. Los dos últimos cursos, los denominados «de teatro», ganaron en poco tiempo el estatus de Academia Estatal de Ballet y Escuela de Formación Profesional. Cranko falleció en 1973 y desde 1974 la Escuela lleva su nombre. Ahora se está construyendo un nuevo edificio que Porsche patrocina con diez millones de euros. Un acontecimiento de dimensiones históricas, algo nunca visto en Alemania. «Por lo general, a instituciones como la nuestra se les adjudica un edificio» dice el director Matacz. «Por primera vez se construye en Alemania una escuela de ballet. No existe ningún tipo de antecedente al respecto». El Ballet de Stuttgart, la ciudad y Porsche son precursores.

Ahora empieza a llover. Los finos tirantes del maillot no protegen los hombros de Alicia. Sin inmutarse se pone en posición caminando por una línea sobre las puntas. «¡Descansa, Alicia!» «No, no. Está bien. Todo va bien». «¿Podemos hacer nosotros también una fotografía?», pregunta un empleado de Porsche. Mientras tanto Martí está frente a un motor que pronto se va a ensamblar. Los trabajadores de Porsche nos han dado dos minutos de tiempo. «¿A qué altura tengo que saltar?», pregunta Martí.

«Las piernas a la altura de la cabeza, más no», contesta Matacz, «primero quieren un formato horizontal». Alicia mira con una sonrisa. «¿Y esta mirada severa durante los entrenamientos? ¿Tiene que ser?». «No, no», dice Alicia, «pero sabes, cuando bailo sobre el escenario me olvido de todo. Sólo existimos la música y yo. Pero durante los ensayos tienes que pensar en la postura, en la técnica, es totalmente distinto. Entonces me concentro completamente. ¿Tan seria me pongo?» Martí se sonríe condescendiente. «Cosas de chicas…», dice, «los chicos también nos concentramos. Pero ellas son diferentes».

El instrumento de un bailarín es su cuerpo. Tadeusz Matacz lo dice con la naturalidad del profesional y la experiencia que obviamente da dirigir la Escuela John Cranko. Y continúa: «Un bailarín tiene que estar dispuesto a formar su cuerpo durante años hasta la perfección. No le queda otra opción. No se puede comprar un nuevo instrumento como el violinista se compra un Stradivarius para que su música suene mejor». En cualquier caso, hasta lograr la madurez y subirse a un escenario son necesarios ocho años. Lo que significa que hay que empezar pronto, mucho antes de la pubertad. Primero hay que entrenar los músculos de los pies y estabilizarlos. En algún momento tendrán que cargar todo el cuerpo sobre las puntas de los dedos y mantenerlo ahí. Matacz: «No hay ballet clásico sin puntas». Después viene la agilidad. «El ballet es con mucho la carga y el movimiento más complejos y difíciles. Hay que querer hacerlo. Sólo el talento no es suficiente».

Poco a poco va oscureciendo. Rafael vuelve a oprimir el disparador y se acabó. Después de ocho horas todo está en la cámara. Todos están de buen humor a pesar del frío y a pesar de las molestias de la lluvia. «Los dos sois de verdad geniales», dice el fotógrafo y todos le aplauden. Al despedirse, Martí los abraza a todos. Alicia sonríe y dice incluso: «¡Muchas gracias!». Los bailarines «nunca se quejan».

La mejor formación para el mejor rendimiento

Porsche se compromete desde hace años en los ámbitos de la educación, cultura y deportes. El departamento Corporate Social Responsibility (CSR) se ocupa de las actividades para cumplir con la responsabilidad social de la empresa y mejorar el atractivo de sus sedes. También se firman acuerdos con instituciones culturales de fama mundial. En Leipzig se patrocinan el Ballet de la Ópera y la Gewandhaus, en Stuttgart el Ballet. En ello Porsche dirige especialmente la mirada a las nuevas promesas. «Sólo con una buena formación se puede ofrecer el máximo rendimiento», afirma Matthias Müller, Presidente de la Junta Directiva de Porsche. Por ello la empresa apoya la construcción del nuevo edificio de la Escuela John Cranko con 10 millones de euros. El dinero se invierte en la «Fundación para el Fomento de la Escuela John Cranko de los Teatros Estatales de Wurtemberg en Stuttgart». La ciudad apoya la Fundación con 16 millones de euros.

El programa de forja de talentos comprende la educación teórica y práctica en la escuela primaria (hasta los nueve años), la educación básica (hasta los 16) y la academia (hasta los 19 años). Además está el internado, aunque no todos los alumnos pueden vivir en el edificio. El nuevo edificio (ver animación arriba) tendrá ocho salas de ensayos, una cocina moderna y un espacio exclusivo para fisioterapia. Con ello se crean las condiciones idóneas para los bailarines, lo que otorga al director Tadeusz Matacz una especial ventaja en la búsqueda de los mejores talentos. «Una escuela moderna es un incentivo adicional para que vengan con nosotros», dice. Se prevé que el edificio, que tendrá un coste de cerca de 45 millones de euros, esté listo en 2018.

Texto Reiner Schloz
Fotografía Rafael Krötz